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Tesis Doctoral

dc.contributor.advisorMartínez Pérez, Felipees
dc.creatorSalvador y Vázquez, Manueles
dc.date.accessioned2016-09-07T09:39:37Z
dc.date.available2016-09-07T09:39:37Z
dc.date.issued1986-07-01
dc.identifier.citationSalvador y Vázquez, M. (1986). La sanidad en la isla de cuba durante la colonización española. Periodo: 1700-1850. (Tesis doctoral inédita). Universidad de Sevilla, Sevilla.
dc.identifier.urihttp://hdl.handle.net/11441/44766
dc.description.abstractLa infraestructura sanitaria de La Habana y del resto de las ciudades cubanas fue desastrosa en el siglo XVIII. Las calles de la capital estaban polvorientas en épocas de seca y enlodadas continuamente en tiempos de lluvia. Para evitar estos perjuicios se volcaban sobre las vías más transitadas carretones de cascajos que pronto eran removidos a causa de la humedad subyacente y el tráfico de carros pesados procedentes del muelle o del matadero. Por si esto fuera poco, todos los detritus y aguas sucias de las casas eran arrojados directamente a la calle. Muchas de las basuras eran arrastradas a lo largo de éstas, a causa de las lluvias hasta verter a la bahía que se había convertido en un auténtico muladar, dificultando incluso la navegación. Imaginemos los insectos que esta situación atraía y tendremos una visión general de la vida cotidiana en La Habana. Añadamos a lo anterior que el agua llegaba a la ciudad gracias a una zanja excavada en los primeros años de la colonización y que procedía de un río distante 2 leguas. En esta conducción, a cielo descubierto, no era infrecuente el hallazgo de animales muertos e incluso, a veces, de personas. También era muy habitual que el ganado penetrara, en determinados puntos de su recorrido, a beber. La gente con cierto poder adquisitivo, debido a esto, compraba el agua para bebida a los aguadores que la traían directamente en carros. Otros aprovechaban para conservarla en los aljibes de sus azoteas. Las enfermedades de carácter hídrico, lógicamente, campeaban por sus respetos. Una parte importante de la población, negros y mulatos, vivía en chozas con techo de guano (hojas o pencas de palmeras); eran conocidas estas casas como “bohíos”, estando expuestas a frecuentes incendios, y siendo el ideal refugio de la pulga, el piojo y la garrapata. En el último cuarto del XVIII, la sanidad mejoraría algo con los gobernantes ilustrados y la figura del alcalde de barrio. Estos y el Cabildo parecían tener más protagonismo en el mantenimiento y mejora de la higiene pública que el Protomedicato. A finales de la centuria, con el establecimiento en 1793 de la Sociedad Económica de Amigos del País, se conseguirían algunas mejoras como el traslado del matadero extramuros de la ciudad, así como, ya en el XIX, en 1806, se inaugura el primer centenario fuera de poblado de la Isla. Pero poco mejoraría la higiene urbana en los primeros años del XIX: las cárceles seguían hacinando presos de la manera más infrahumana, eran húmedas y malolientes; los excrementos de éstos traspasaban los pisos e incluso rezumaban por las paredes al exterior. El matadero, aunque ya situado fuera de la ciudad, y más amplio, tenía una gran falta de agua para su limpieza. Se harían intentos parciales de pavimentar las calles y de establecer alcantarillados, pero la mayoría no pasaría de un expediente. No obstante, aunque con las medidas tomadas a finales de siglo y a principios de éste, la higiene mejoró algo, nosotros creemos que fue en la cuarta década del XIX cuando se opera un cambio evidente. En efecto, comprobamos que a partir de 1832 comienza a prestar sus servicios un barco a vapor, limpiando y dragando la bahía. Entre 1835-347, se prohíbe a los vecinos de manera tajante que tiren agua sucia por los caños de las casas. Asimismo se empedraron con adoquines muchas de las calles y se construyeron algunas cloacas de desagüe. A partir de estos años se seguiría mejorando la red sanitaria al mismo tiempo que iban cambiando las costumbres higiénicas de los cubanos. Además, también en el año 1832, comienzan las obras de abastecimiento de agua a La Habana mediante cañerías de hierro, evitando así las grandes contaminaciones que tenía en su trayecto la primitiva “Zanja Real”. En lo que respecta a la alimentación, ésta, en general, no era deficiente en lo que concernía a su composición, aunque echamos de menos las frutas y verduras en las dietas. Otra cosa bien distinta era su estado higiénico. La carne de vaca no era considerada como un lujo, incluso era despreciada cuando se conservaba en salazón (“tasajo”): ésta última era alimento fundamental de la gente pobre y esclavos, junto con el pan elaborado con harina de yuca (“casabe”). Los estratos sociales altos solían consumir con frecuencia carne de cerdo y harina de trigo. Sin embargo, dadas las condiciones higiénicas de los mataderos y establecimientos de despacho al público, presumimos que serían origen de múltiples enfermedades. La misma harina se vendía podrida con bastante frecuencia, ya que se traía de fuera de la Isla. La alimentación del esclavo es difícil de valorar, pues dependía de la subjetividad de la fuente; si tomamos en cuenta las declaraciones de los hacendados sería aceptable, pero muchos nos tememos que no era así. Se ha evidenciado también un gran consumo por los esclavos, de bebidas alcohólicas, sobre todo aguardiente de caña, siendo propiciado por sus mismos dueños con el objeto de que soportaran mejor su duro trabajo en los ingenios de azúcar. Las enfermedades más frecuentes eran, lógicamente, las infecciosas. Entre estas las más espectaculares en cuanto a morbi-mortalidad eran las epidémicas como las viruelas, la fiebre amarilla (“vómito negro”), sarampión, las “anginas” o, a partir de 1833, el “cólera morbus”. Pero no se pueden despreciar las enfermedades con las que se convivía todos los días y que llevaban con mucha frecuencia, aunque a más largo plazo que las anteriores, a la muerte. Así, mencionemos la tuberculosis, las enfermedades venéreas y, en menor escala, la lepra. Es necesario también recalcar la gran mortalidad que producía el tétanos infantil (“mal de los siete días”), primera causa de muerte en el recién nacido, y el tétanos “traumático”. El paludismo, dada su alta morbilidad, era considerado enfermedad corriente y a causa de su evolución crónica, se pensaba equivocadamente en su curación. Pensamos que se debería usar la quina en el tratamiento de esta enfermedad, ya que no faltaba esta substancia en las boticas de los hospitales. Sabemos también que el mercurio se utilizaba para las enfermedades venéreas y para la rabia. Las gastrointestinales eran muy frecuentes pero producían una mortalidad relativamente baja, por una adaptación al medio de la población. Las medidas que creemos eran más eficaces para luchar contra las enfermedades eran las preventivas, como el establecimiento de la cuarentena para todo barco que arribara, sobre todo cargado de negros, lazaretos, y la práctica de la vacuna a partir de 1804. En este sentido es interesante la implantación en 1813 de las Juntas de Sanidad en la Isla. También influyeron de manera decisiva las mejoras en la higiene urbana, que se practicaron sobre todo entre 1835-1837. Uno de los hospitales que ya existían en 1700 era el de San Juan de Dios, el más importante, que recibía enfermos varones de todos los sectores de la población, tanto civiles como militares. Era asistido por los religiosos de Orden hospitalaria de San Juan de Dios, desde 1602, remontándose su fundación a casi los primeros tiempos de la colonización. También existía el de San Francisco de Paula, estando dedicado a la asistencia de mujeres, y el de San Lázaro para los leprosos. Este último era el que estaba en peores condiciones, siendo sólo un acumulo de chozas que no tendría respaldo oficial hasta 1714. Pero en el siglo XVIII surgirían nuevos establecimiento para responder a las necesidades que se estaban originando por el progresivo aumento de la población fija y flotante. Uno de éstos fue el hospital fundado a instancias del Obispo y entregado a los padres betlemitas. Este sería el primer centro de convalecencia de la Isla; se fundaría en 1714 con la misión de recoger a los enfermos que eran dados de alta en el de San Juan de Dios y que eran abandonados sin estar totalmente restablecidos. La Iglesia seguía interesándose, como en el siglo pasado, por los problemas sociales, reflejándose esta inquietud en la construcción de hospitales, escuelas y casas de beneficiencia. Estas obras de caridad, a pesar de sus grandes defectos, cubría un gran hueco que la Corona, por la distancia y sus continuos gastos, no podía cubrir. Así pues, esta labor estaría encomendada generalmente al clero cubano al menos hasta la mitad del siglo XVIII. En consonancia con lo anterior, se fundaría a instancias del Obispo Valdés, en 1711, la Casa de Expósitos o “Casa Cuna” que, aunque obedeciendo a buenas intenciones, poco mejoraría la mortalidad infantil que era inmensa en ese establecimiento, ya que los supervivientes no llegaban al 25% en la centuria. La alimentación que se les daba era aceptable pero fallaba la lactancia de los primeros meses, realizada por nodrizas contratadas al efecto y muy mal pagadas, siendo difíciles de encontrar. La mortalidad mejoraría, aunque seguiría siendo muy alta, en el siglo siguiente. No podemos eludir tampoco la labor del Obispo Morell que, a mediados de siglo, se preocupó de fundar en una visita, la mayor parte de los hospitales de las poblaciones del interior de la Isla. A mediados también de esta centuria se crea un hospital en La Habana con carácter exclusivo, para la gran población de militares, funcionarios y esclaros de la Corona que padecían gran morbilidad a causa de las continuas guerras y epidemias; éste era el de San Ambrosio. Estos dos hospitales, el de San Ambrosio y el de San Juan de Dios, responderían a una política de hacinamiento de enfermos, sobre todo el primero, el cual alcanzaría un gran descrédito a principios del XIX. Hay que hacer también mención de la gran cantidad de hospitales provisionales que se establecieron en la Isla a consecuencia de las guerras y epidemias mencionadas. La Corona comenzaría a organizar y controlar sus hospitales en el último cuarto del XIX; prueba de ellos fue el reglamento publicado en 1776 por el Intendente de La Habana, Rapún, que el Monarca hizo extensivo a todos los hospitales americanos. Una vez más, Cuba fue pionera en algunas reformas ilustradas. Estas normas se matizarían algo más en 1830 con el Reglamento de Villanueva, en una época donde los hospitales militares pululaban en gran número por la Isla. El mismo Hospital de San Juan de Dios es convertido en hospital militar provisional, haciéndolo depender del hospital militar general que era el de San Ambrosio. Conviene resaltar la supresión en 1820 de las órdenes hospitalarias en la Isla que originó no pocos problemas en los establecimientos benéficos; serían restablecidas poco más tarde para ser suprimidas, esta vez definitivamente, en 1841. No existía en la Isla ningún lugar específico para cobijar a los dementes. Los varones generalmente eran llevados a la cárcel o trasladados a México, donde había un establecimiento de esta índole. Las mujeres iban a la Casa de Recogidas, para mujeres pobres y descarriadas, pero al ser ésta desalojada, las perturbadas mentales fueron ingresadas en el hospital de San Lázaro; allí permanecerían, alojadas en condiciones infrahumanas, hasta que en 1828 se inaugurará, en terrenos adyacentes, el hospital para dementes de San Dionisio, perteneciente a las Casas de Beneficiencia. Los médicos fueron afectados al principio de la política selectiva de la Corona en la emigración a Indias. Comenzarían a llegar algunos a Cuba en el XVII, pero sería en el XVIII cuando vemos a la mayoría de los facultativos asentados en las grandes poblaciones de la Isla, dejando desguarnecidos los pueblos del interior, teniendo que recurrir sus habitantes a cirujanos mediocres y curanderos. A finales de siglo, dado el incremento en las dotaciones de esclavos, los dueños de los ingenios se ven en la necesidad de tener un personal fijo dedicado a cuidar de la salud de los negros; dada la escasez de médicos por estos latifundios, así como el precio de cobraban, contratarían cirujanos y médicos extranjeros. Los facultativos cubanos poseían en el XVIII una formación puramente escolástica que, para colmo, era deficiente. Galeno, Avicenas y Lázaro Riverio eran autoridades incuestionables y el sólo mencionar algún párrafo de cualquier obra de estos autores bastaba a veces para ser respetado como médico docto. La Universidad tenía la gran culpa de esta situación; fundada en 1728, bajo los auspicios del Romano Pontífice. Sería regida por la Orden de Predicadores de San Juan de Letrán e iría impartiendo enseñanzas medievales hasta casi mediados del XIX en que fue secularizada. Los médicos que se formaban en este centro salían repitiendo mecánicamente un puñado de aforismos y sentencias de autoridades clásicas pero carecían en absoluto de toda formación práctica, incluyendo la Anatomía. Solamente a finales del XVIII comenzará a haber una tímida reacción contra este tipo de formación, destacando los médicos pertenecientes a la Sociedad Económica de Amigos del País, y entre ellos Tomás Romay. Asimismo, habría que hacer mención del cirujano Francisco Barrera. Estos facultativos estaban influidos por la medicina de carácter práctico que se realizaba en Europa por médicos holandeses, escoceses, ingleses, alemanes y franceses. Estos cubanos de finales del XVIII y principios del XIC que quisieron renovar la medicina y sus planes de estudio, tuvieron que hacerlo desde fuera de la Universidad, creando centros de estudios como los de Anatomía en el hospital de San Ambrosio. Como excepción citemos a Lorenzo Hernández, profesor de Fisiología, que llevaría a la Universidad de finales del XVIII los principios de Boerhaave, Morgagni y Haller, levantando un poco la losa de escolasticismo que le oprimía. Luego, en las primeras décadas del XIX influirían Broussais, Bichat y el eclecticismo de Cousin. Sólo cuando hombres como Romay comenzaron a ocupar Cátedras en la Universidad en la cuarta década, comenzó ésta a adquirir un cierto protagonismo científico. La instauración del Real Protomedicato en 1709 establecería un cierto orden, sobre todo en La Habana, en el ejercicio de los distintos profesionales sanitarios y del hospital Real; sin embargo, no desempeñó un excesivo protagonismo en el control de la higiene y de la medicina preventiva, que quedó más en manos del Cabildo y de los Alcaldes de Barrios. Cuando se empezaba a preocupar por estas materias comenzó a ser desplazado con el establecimiento de la Junta Central de Vacuna, en 1804, y, posteriormente, por las Juntas de Sanidad, en 1813. A partir de aquí comenzaría su declive, que acabaría en la década de los treinta, cuando se aprueba por la Reina Gobernadora los reglamentos de las Juntas de Medicina y Cirugía al mismo tiempo que la de Farmacia. La inmensa mayoría de las medicinas que llegaban a Cuba provenían de la metrópoli y de Nueva España (México), y una vez en la Isla, sólo podían ser vendidas por un boticario examinado; éste, para ser aprobado, tenía que pasar por el Tribunal del Protomedicato. Los precios de los medicamente que estableció esta Institución para principios de siglo eran realmente altos. El Protomédico estipuló como justo unos beneficios del 100%, ya que existían sólo 3 boticarios en La Habana y el comercio estaba anquilosado, siendo muy grandes los riesgos. Estos precios se mantendrían a todo lo largo del XVIII. Pero en 1780 había ya 25 farmacéuticos en esta ciudad, que se estaban beneficiando de la situación primitiva, a pesar de que se había incrementado el tráfico marítimo al mismo tiempo que habían bajado los costes y los riesgos. Esto provocaría fuertes reacciones de protesta a finales de siglo, de las que los boticarios se defenderían alegando en estos años que el precio de las medicinas que venían de Cádiz sufrían, debido al transporte, un incremento del 73%; las de México lo hacían en un 82%, por ser más caro el recorrido por tierra hasta el puerto de Veracruz. En realidad eran unos pocos los profesionales los que compraban las medicinas en el exterior, tanto en el puerto de Cádiz o en el de Veracruz; éstos luego las vendían al resto de sus colegas. Hubo gran competencia entre ellos y con los médicos que vendían medicinas en sus domicilios, a los que los boticarios más antiguos denunciaban continuamente. Las visitas a las boticas las hacía el Protomedicato, cada 2 años, observándose en estas inspecciones un gran descontrol a finales del XVIII. Asimismo se evidencia en estos años un gran relajamiento en los exámenes al mismo tiempo que iban penetrando en el gremio cierta cantidad de mulatos. Todas estas razones provocarían un deseo de autonomía entre los boticarios que se vería reflejado en la petición que hacen al Rey en 1798 para que se estableciera un Protofarmacéutico en la Isla. Este deseo de una mayor libertad no llegaría hasta 1830 con el establecimiento por parte de Fernando VII de la Junta Superior de Farmacia. Mientras tanto, el ambiente se fue degenerando tanto en las primeras décadas del XIX que hasta los taberneros vendían medicinas. Este descontrol podría deberse en gran parte al número de boticas que había en la Isla, y que llegaban a cerca de 60 al acabar el siglo anterior. Las sustancias consideradas fármacos eran innumerables, estando divididas según su aspecto y composición en “Aguas”, “Jarabes”, “Pulpas y conservas”, “Píldoras y Trosiscos”, “Espíritu y Sales”, “Bálsamos y Tinturas”, “Aceites comunes y esenciales”, “Ungüentos y Emplastos”, “Polvos compuestos”, “Vegetables”, “Minerales” y “Animales”. Los fármacos vegetales procedían, en gran parte, de la flora local. Un mismo árbol o planta podía tener distintas aplicaciones, dependiendo de la parte de ésta utilizada, ya que se podía emplear la corteza, las raíces, el tallo, la resina, los “cogollos”, semillas, las hojas, flores y fruto. Los cirujanos escaseaban, aunque no tanto como los médicos, en la Isla; suplantando a estos últimos, con frecuencia, en los rincones más apartados; esto conducía a que, dada la necesidad, la Corona los habilitara, no infrecuentemente, como médicos prácticos. Existía confusión en sus títulos y funciones, ya que había médicos – cirujanos, cirujanos algebristas, latinos y romancistas, maestros de cirugía, barberos cirujanos, barberos sangradores y simples sangradores o flebotomistas. Todos ellos eran examinados por le Protomedicato a los que se les hacía preguntas, mayormente en el XVIII, sobre Anatomía, heridas, abcesos, edemas, tumores, úlceras, etc., y sobre instrumentos y maniobras quirúrgicas. Al igual que con los boticarios, se va viendo a final de este siglo una incorporación progresiva de profesionales de raza mulata. Dentro de esta profesión, los más preparados eran los que pertenecían al Ejercito y a la Marina, y de estos últimos, los formados en el Real Colegio de Cirugía de Cádiz. El prestigio social de los cirujanos fue ascendiendo a todo lo largo del XVIII al mismo tiempo que su capacidad profesional, pues a principios de la centuria siguiente, no sólo practicaban ya intervenciones de cirugía menor, sino de envergadura como arteriotomías, varicoceles, o de “opacidad de la cápsula cristaloide”. En 1832, la Sociedad Patriótica lograría que, para dar mayor realce a la profesión, se suprimieran los romancistas. En 1842 se haría la primera ligadura de la ilíaca externa en Cuba. Los flebotomianos siguieron militando en el último escalón de la Medicina, dedicándose no sólo a las sangrías, sino a las extracciones dentarias y aplicaciones de vejigatorios. Las parteras, muy escasas al principio, pronto aumentaron su número, aunque sin títulos y sin control del Protomedicato y Cabildo. Esta situación sería perfectamente tolerada, siendo solo hasta bien entrado el XIX cuando se regularían las tarifas de las intituladas, que eran la mayoría. Probablemente esta situación mejoraría al fundarse en 1827, en el hospital de San Francisco de Paula, la Academia de Parteras, por el Doctor Rossin y la Sociedad Patriótica. No podemos clausurar este resumen sin hacer una mención especial a la Institución que acabamos de mencionar: La Sociedad Económica o Patriótica de Amigos del País que, fundada en 1793 y recortadas sus actividades con el absolutismo, haría una gran labor en esos pocos años, no sólo por la economía y las ciencias en general, sino por la medicina y la higiene en particular. A la labor que ya hemos mencionado anteriormente por la renovación del pensamiento médico y los planes de estudios, habría que añadir su protagonismo, en la Junta Central de Vacuna, pues bajo su dependencia estaba esta última; la creación de un Jardín Botánico, que se inauguraría en 1817, donde se impartirían cursos de Botánica a médicos; la investigación de las aguas minero-medicinales de la Isla, realizando los primeros estudios sobre Hidrología médica; en 1826, los miembros de la Sociedad andarían los primeros pasos para la constitución de una Academia de Ciencias Médicas, pero ésta no se autorizaría hasta 1860, siendo su primer presidente Nicolás José Gutiérrez, el mismo que, con la ayuda de la “Sociedad Económica”, fundaría en 1840 el “Repertorio Médico Habanero”, la primera revista especializada cubana. Reflexionando sobre todo lo anteriormente expuesto, nos atrevemos a diferenciar varias etapas durante el período estudiado, en lo que a la sanidad cubana concierne: 1) 1700-1709: Se hereda la situación de la anterior centuria. El Cabildo no desarrollaba un control efectivo sobre los diversos facultativos. Existía gran intrusismo y poca preocupación por la higiene cubana. 2) 1709-1771: Se crea el Protomedicato que desarrollaría fundamentalmente su labor en el control del profesional sanitario y de los enfermos del hospital de San Juan de Dios. La higiene pública era misión, sobre todo, del Cabildo, que en la Habana muchas veces tendría que insistirle al Protomédico para que compartiera sus preocupaciones. 3) 1771-1793: Llegada del marqués de la Torres, gobernante ilustrado de Carlos III. Se aprecia una gran preocupación por el aspecto de las ciudades: se realizarán paseos públicos, calzadas. Se luchará contra las casas de guano, que tanto abundaban en La Habana. Se harán intentos de empedrado y de limpieza del puerto. Comenzará la inquietud oficial por la “Salud pública” y se dictarán normas sobre inspección de alimentos de primera necesidad y de baños públicos. Asimismo, comenzarán la preocupación por el funcionamiento de hospitales y por la atención sanitaria al preso. La primera autoridad de la Isla llevaría personalmente estos proyectos. No obstante, estos criterios reformistas se hicieron dando prioridad a criterios estéticos y a lo que se entendía en la época por una “República culta”: edificación de puentes, calzadas, teatros, etc. todo lo cual mejoraría, indiscutiblemente, la “salud pública”, pero no habría un gran sesgo con el periodo anterior en l que a morbi-mortalidad se refiere. 4) 1793-1832: Se establece la Sociedad Patriótica de Amigos del País, dándosele oportunidad al ciudadano culto para que participara en una mejora integral de la Isla; sus miembros, entre los que militaban autoridades civiles y eclesiásticas, sentirán gran preocupación por la higiene y la medicina preventiva, al mismo tiempo que por cambiar la mentalidad popular y del profesional en este sentido. Se darían pasos muy importantes en la sanidad, como la aplicación de la vacuna de la viruela por toda la Isla, la construcción del primer cementerio fuera de poblado, al mismo tiempo que se prohibía la inhumación de cadáveres en iglesias, y el traslado del matadero fuera de la ciudad. Hizo la “Sociedad” grandes esfuerzos sobre todo en el campo teórico de las ideas, por lo que muchos de sus frutos se recogerían posteriormente. 5) 1832-1850: A partir de esta fecha comprobamos una mejora general, ostensible y radical de la sanidad. Entre todas las medidas higiénicas, ya comentadas, que se efectúan en esta etapa, sería primordial la construcción de una cañería de hierro para abastecer de agua a La Habana. También sería decisiva la eliminación de charcos y barrizales, así como el establecimiento del alcantarillado. Todo lo cual haría disminuir la morbi-mortalidad de manera muy ostensible.es
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