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Tesis Doctoral

dc.contributor.advisorDíaz de Urmeneta Muñoz, Juan Boscoes
dc.creatorGodoy Domínguez, María Jesúses
dc.date.accessioned2018-03-21T13:02:18Z
dc.date.available2018-03-21T13:02:18Z
dc.date.issued2003-06-23
dc.identifier.citationGodoy Domínguez, M.J. (2003). La mujer como metáfora artística de la crisis del racionalismo. (Tesis Doctoral Inédita). Universidad de Sevilla, Sevilla.
dc.identifier.urihttps://hdl.handle.net/11441/71193
dc.description.abstract1. Esta investigación partía de la premisa de la consideración de la mujer como instrumento comunicativo de la modernidad artística, en su primer estadio, antes de la irrupción de las vanguardias, en un momento de incertidumbre, de desengaño y desconfianza generalizada hacia el ordenamiento racional implantado por la modernidad histórica siguiendo el diseño de sociedad esbozado por los filósofos ilustrados. Se trataba de desentrañar la significación encerrada en un símbolo que se repetía con gran insistencia en el arte de la época, desde un enfoque concreto, el de acometer una lectura distinta de la ofrecida por la práctica moderna acerca de los principios teóricos de la Ilustración, cuya extraordinaria riqueza significativa garantizaba, y aún garantiza, múltiples interpretaciones, no necesariamente coincidentes con la de la modernidad histórica y, por lo tanto, como dice Benjamín, con la que “pasarle a la historia el cepillo a contrapelo”. La lectura específica de la Ilustración que esta investigación procedía a efectuar desde la esfera artística, tenía dos objetivos básicos, al entender que dos habían sido también los olvidos de la práctica ilustrada moderna derivada del Liberalismo, su concreción racional más inmediata en un orden político-económico: atender a las luces y, a la vez, las sombras que conforman la alquimia de la identidad humana y extender las garantías emancipadoras al varón y a la mujer porque tanto uno como otra son miembros integrantes de la especie humana en cuyo nombre se levanta el edificio ilustrado. La finalidad de esta lectura, si se quiere, contralectura, era dejar constancia que desde el arte, como una de tantas esferas existenciales que lo hacían simultáneamente, se abogaba también por la implantación del proyecto de sociedad gestado en el XVIII, valiéndose de un discurso propio que intentaba abrirse hueco en el sistema de pensamiento dominante a fin de que el tránsito de la ignorancia al conocimiento no supusiera merma para la felicidad humana por el avance demasiado rápido del progreso, que la barbarie no pareciera nunca menos peligrosa que la urbanidad, que los individuos no se sintieran más desgraciados cuanto más civilizados y, de modo general, que el crecimiento a nivel personal no se viera eclipsado por un aumento de necesidades ficticias o de posibles efectos nocivos para la integridad del ser humano. Todo consistía en hacer regresar la modernidad sobre sus propios pasos hasta el punto de partida, obligarse a recorrer los que nunca dio y reescribir en cierto sentido la historia contemporánea. La imagen artística de la mujer era el reflejo de este propósito. Ella refrendaba el supuesto de Cereceda cuando, al interpretar motu proprio la cita con la que Juan inicia su evangelio en el Nuevo Testamento, habla de la potestad del Verbo para hacerse carne, la capacidad del discurso para tomar cuerpo, en este caso, discurso contrailustrado, según la terminología de Berlín, o heterodoxamente ilustrado, si se siguen las indicaciones de Seoane Pinilla. 2. Para llevar a cabo el objetivo propuesto, se articulaba el trabajo en cuatro bloques temáticos fundamentales. En el primero de ellos, se ha abordado la Ilustración desde cuatro enfoques distintos, aunque conectados entre sí: político, económico, social y científico. A pesar de sus diferencias de planteamiento, la conclusión a la que se ha llegado es la misma en cada uno de los casos: el discurso enciclopedista y su intento de implantación a raíz de la Revolución Francesa suscitó amplias expectativas de convivencia humana cimentadas en la razón y en la libertad de los individuos. Pero no tardaría en ponerse de manifiesto que la formulación ilustrada, siguiendo la exigencia de la autonomía individual de carácter formal expuesta por Kant, permanecía al margen de las formulaciones de tipo individualista; entre ellas y por la diferencia o contrapunto que permitía establecer con el modelo formal, se ha subrayado la que plantea la perspectiva feminista o, si se refiere, la que denuncia la realidad en que vive la mujer, porque, por un lado, los valores revolucionarios de libertad racional e igualdad racional no parece que cuenten en su caso, por lo que su situación pone en entredicho el horizonte ético desde el que fueron pensado, y, por el otro, porque, a tenor del parentesco meramente cultural que la mujer guarda desde antaño con la Naturaleza, representa mejor que el varó la negativa al retraso de la satisfacción de los deseos, de las inquietudes y las aspiraciones íntimas del individuo, aspectos todos ellos de la interioridad subjetiva humana que, aunque diferentes a la dimensión eminentemente racional, merecen tener igualmente un desarrollo propio. En ellos radica buena parte de la grandeza de la persona humana, que se ve ensombrecida cuando no se tiene presente ese universo natural interior que coexiste con la racionalidad; pero negativa simultáneamente a la consagración a un solo valor, el de la producción, si se apura, el del progreso que lo conduce, y, de modo general, su apuesta por las necesidades de los sujetos empíricos, en este caso, las del sexo femenino, sacrificadas en nombre de una universalidad que, actuando según las directrices del criterio científico de uniformidad, desemboca en un único, falso y mecánico modelo de humanidad utilizado por el Estado liberal moderno bajo la proclama de un interés general que, a la hora de la verdad, no satisface a ningún particular o, como mucho, a la generalidad masculina, que es la que puede beneficiarse de que los principios ilustrados con contemplen de entrada a la femenina. En este primer apartado, la mujer ha asomado siempre como una oscura línea de sombra tras el orgullo ilustrado, un interrogante planteado al borde del camino que conduce al desarrollo, al avance imparable de la humanidad, para hacer ver que la historia de la liberación racional no puede ser tal si marcha en paralelo a la historia del sometimiento femenino. Esa línea de sombra y ese interrogante perduran hasta hoy, porque incluso hoy, a pesar de la sofisticada infraestructura tecnológica y científica, de la conquista nominal de los derechos cívicos de la mujer a nivel del varón, es posible plantear una dialéctica de la Ilustración tomando a la mujer como principal elemento catalizador de cualquier cultura, incluida la moderna o, lo que viene a ser igual, la que constituye el momento culmen, al menos supuestamente, de la civilización. Si en el plano teórico esta convicción produce numerosos intentos de explicación, en un plano práctico concreto como el arte, que es el que ha sido examinado en los tres bloques temáticos siguientes, se traduce en un reforzamiento gradual de los elementos sentimentales y afectivos como consecuencia de la nueva dignidad que el discurso ilustrado concede al hombre en su totalidad, no sólo en su dimensión racional, que es la que hace primar el Liberalismo y la que no brinda los resultados esperados; y como consecuencia también de la necesidad de hallar respuesta a las muchas contradicciones derivadas de la puesta en escena del ideario ilustrado, entre ellas y debido al interés que reviste para esta investigación, la marginación femenina de los hallazgos modernos. Esta intensificación elige a la mujer como motivo artístico principal. Sin embargo, su caracterización no tiene nada que ver con la acostumbrada e impulsada por una mentalidad patriarcal que se remonta hasta tiempos inmemoriales y que ahora busca en la razón el argumento con que asentar definitivamente su hegemonía. En el marco ideológico de la filosofía ilustrada y en el ámbito específico del arte, la mujer planta cara al varón a fin de desmarcarse de su condición habitual de dominada y sumisa. Este hecho desemboca en dos arquetipos femeninos claros: por un lado, el de la libertina. Situándose al mismo nivel que el seductor, que es quien venía encarnando hasta entonces la superioridad de la especie humana al detentar la titularidad del pensamiento con carácter exclusivo, este primer tipo de mujer recoge el ideal de autonomía individual para adecuar su persona a sus puntos esenciales, lo que redunda en una capacidad crítica del ordenamiento establecido, en la desautorización de los antiguos universos de valores, principalmente de cariz metafísico o religioso, y también en la formulación de nuevos conceptos a su medida, es decir, a la medida humana, que es la que la Ilustración alimenta con la revalorización de todo lo que guarda relación con el hombre y su razón. En prueba de su independencia y afirmación personal, y como garantía del goce y el éxito que con sus máximos objetivos, se vale de un importante aparato de cálculo y precisión, el que le proporciona su propia capacidad reflexiva y enjuiciadora de hechos, increíblemente desarrollada, que le lleva a imponerse a su antagonista sexual, con la consiguiente inversión de roles sociales que ello supone. La mujer libertina se presenta como algo más que una mera réplica en femenino del modelo masculino del seductor: su cercanía a la Naturaleza la inviste de una superioridad jamás sospechada por el varón en el sexo contrario, que le pide renunciar a su papel tradicional de esposa entregada y madre ejemplar. Por otro lado, hay que hablar del arquetipo de la odalisca que, como interlocutora femenina directa del varón y por una suerte de juego de espejos con el espectador, invita a disfrutar la pasión a la que ella da vida con su desnudez, de la que ha desaparecido toda antigua traza de idealismo, por lo que suscita un desconcierto inquietante en quien la observa. Como producto cultural igualmente de la etapa enciclopedista, este segundo tipo femenino pone de relieve una gran fuerza de interpelación, cuyo objetivo es que el espectador descubra dentro de sí, además de su naturaleza racional, que por supuesto la tiene y que le sirve de vertebración del ordenamiento racional moderno, otra de índole afectiva que convive estrechamente con ella formando el complejo de su identidad humana. Todo consiste en hacerla aflorar al exterior para que saque a relucir sus propias virtudes y en integrarla dentro de la persona, como hace la odalisca desafiando el paradigma de sexualidad secularmente atribuido al sexo femenino, que la excluía absolutamente del disfrute del placer. La caracterización ilustrada de la libertina dejaba detrás una cuestión irresuelta: siendo una mujer que se afirmaba a sí misma con la dominación de su oponente masculino, se sentía, sin embargo, dominada al mismo tiempo por una fuerza incontenible, la de la Naturaleza, que la llevaba de la mano por los senderos del dominio. Es decir, que, aunque liberada, se sabía a la vez cautiva de la potencia natural; era burladora, pero también burlada. Esta ambivalencia se consigue superar con los nuevos prototipos artísticos que elabora el movimiento romántico. Primeramente, el alma bella, donde se quiere simbolizar la reflexión romántica como espacio de confluencia e integración de elementos distintos entre sí como emociones, sentimientos, vivencias, recuerdos, imágenes y productos de la imaginación. Con ello se amplía la herencia racional ilustrada al incorporarlos en la persona para lograr un conocimiento más completo de la realidad exterior que, en virtud de la honda repercusión que tiene en el mundo interior, le permite al individuo el autoconocimiento de sí mismo y, por extensión, una convergencia perfecta con aquella Naturaleza que dominaba a la mujer libertina y que esta se esforzaba en vano por dominar. El románico se siente formando parte de una Naturaleza que no puede separar de su persona, ni siquiera cuando pretende conocerla reduciéndola a objeto, porque la Naturaleza se resiste a su objetivación, a la escisión de la subjetividad humana, como por el contrario si parecía que hacía el ilustrado cuando intentaba dominarla y detener su dominio. Esta sintonía con la Naturaleza le otorga al alma bella, que tiene para el romántico cuerpo de mujer, la capacidad de ir formando su personalidad sintetizando vital y sentimentalmente el cúmulo de experiencias y sensaciones que van dejando eco en su interioridad, aprendiendo de ellas y abandonando su antigua pretensión dominadora. El alma bella logra allanar el camino a la mujer entendida como espacio de lo sublime, como superación de la categoría artística de lo bello a la que habitualmente había sido vinculada: la capacidad de la mujer de excitar cada uno de los sentidos del varón –por la que este se siente en principio desbordado en su identidad racional debido a las sensaciones de todo tipo que se agolpan en su interior- y de movilizar recuerdos, sentimientos, imágenes y experiencias que ponen en funcionamiento la imaginación masculina y que llevan a constatar la complejidad subjetiva inherente a todo ser humano, tiene mucho que ver con la primacía de lo sentimental y lo impreciso que la mujer activa en el varón por medio del afecto y de la relación amorosa que invita a perder la propia identidad para recuperarla en el otro, que difumina los límites personales al buscar la reunión de dos individuos. Este afecto que la mujer despierta en el varón incita a salir de dentro para entregarse al que espera fuera, salida que permite construir una identidad más completa que la anterior tras comprobar que puede integrarse la vivencia amorosa en el interior, desde la razón que inicialmente se veía superada y con ayuda de toda la subjetividad interpelada. Esta oportunidad única que la mujer le brinda al varón, donde la disolución personal en el otro, donde la superación de todos los límites se vuelve una pieza clave, deja atrás la claridad, la precisión y la separación afín al universo de los conceptos, de la mesura, de la delimitación característica de lo bello para adentrarse en los dominios de lo sublime, que como categoría artística deviene inseparable de la mujer. Pero de lo sublime a lo siniestro romántico, que apunta a la dimensión natural extrarracional que habita en todo ser humano y amenaza con destruir su identidad racional –la misma que en lo sublime quedaba finalmente a salvo-, en la medida en que esa destrucción se advierte en la sutil amenaza de lo cotidiano pues cotidianas son las emociones menos racionales que sacuden su interior, solo media un paso. Nuevamente, la mujer hace que el varón dé ese paso al mostrarle esa región situada más allá de lo racionalmente cognoscible. La mujer como espacio de lo siniestro abre un profundo abismo en la interioridad subjetiva masculina donde la identidad estrictamente racional se ve casi literalmente incapacitada para superar dicho rebajamiento o aniquilación. Este abismo lo provoca la mujer para que el varón tome nota de que la Naturaleza olvidada y sometida bajo el yugo de la razón, de la que el sexo femenino es su mayor exponente, es más fuerte de lo que se supone, tanto como para tomarse la revancha de no ser tenida en cuenta como cree que merece, como para sobreponerse a su sojuzgamiento y someter, incluso, a su sojuzgador, echando por tierra la identidad raciona como el principal descubrimiento de la modernidad y, a su vez, la identidad ética que Kant le atribuye al género humano. Pero el autoconocimiento hacia el que conduce la mujer romántica desde la categoría artística de lo siniestro se hace estéril porque sus resultados se neutralizan mediante el rechazo de ese otro, tanto interior como exterior, que simboliza el sexo femenino, o sea, la identidad natural, que no acaba de ser encajada totalmente en el talante racional de la personalidad moderna, y la mujer, que no acaba de hacerse un hueco socialmente. En este contexto, aparece una nueva caracterización artística femenina, la de la mujer fatal. Su naturaleza enfáticamente corporal, su instinto constantemente a flor de piel, su capacidad para transgredir los cánones sexuales moralmente reconocidos, su preeminencia intuitiva en la labor cognoscitiva de la realidad, son los indicios de la nueva oportunidad que el varón tiene de reencontrarse consigo mismo y con su homóloga de especie, de descubrir la identidad volitiva subyacente a la puramente racional, que es la que lo pone en contacto con la Naturaleza, la que le hace sentirse en íntima comunidad con todo lo existente y dotar de sentido la epifanía de experiencias, sensaciones, recueros e impresiones vinculadas al mundo moderno lo que asaltan por doquier y para las que no halla explicación. Al no estar vinculada a la primacía conceptual, valor venerado por la cultura moderna del progreso, la mujer organiza e interpreta de un modo menos rígidos sus percepciones. La importancia que para ella tiene el afecto y todo cuanto guarda relación con la subjetividad menos racional es fundamental a la hora de conectarla e interpretarlas tanto más rica e independientemente que el varón, de penetrar hasta su significado más profundo, como si se tratara de una especie de profetisa o vidente que adivina lo que se esconde tras cada uno de los acontecimientos y vivencias heterogéneas de la vida moderna, las mismas que suelen pasar desapercibidas ante la mirada masculina. La mujer fatal representa además en el plano artístico un claro desafío a la sociedad racionalizada, donde el sufrimiento derivado de ella por sobredominación pone de relieve que el principio de actuación desde el que opera tiene escasa fuerza cuando se trata de darle identidad real a los individuos, que constatan así el déficit de sublimación que los sustenta y, consecuentemente, la presión del instinto, que se desata, incluso, como fuerza ciega de destrucción. Esta sal a primer plano precisamente con el universo femenino, donde se verifica una mayor presencia del deseo en la medida en que derrota a la masculinidad, o sea, al varón y su identidad engañosamente racional. En ella irrumpe con fuerza el sustrato instintivo reprimido cuando la mujer se cruza por medio, lo que quiere decir que deja de estar operativo el esfuerzo sublimador. Consiguientemente, la mujer fatal es el salvoconducto artístico para el descubrimiento de la profundidad interior, para conocer que la razón levanta su imperio sobe el sometimiento del instinto, de la Naturaleza que lo sustenta, al igual que el varón consigue avanzar posiciones a expensas de la mujer que, mientras tanto, viéndose excluida de su marcha imparable, alza su voz a fin de hacerse oír, de alcanzar que los planteamientos ilustrados acerca de la autonomía individual que la modernidad instituye no la dejen al margen. Si el ideal civilizatorio moderno exige como requisitos la inhibición de las fuerzas naturales primigenias y la discriminación femenina, la mujer fatal es una llamada de atención a desandar lo andado, a regresar hasta los orígenes, pero no con vistas a detener el avance de la humanidad, dejándose llevar por un falso ideal de arcaísmo, sino a recuperar todo aquello que quedó a un lado en el camino hacia el progreso; evitar, por ejemplo, la administración medrosa del placer sobre la que descansa la modernidad y el atraso constante, en muchas ocasiones anulación, de la satisfacción, y la exclusión asimismo de la mujer en el proyecto de construcción del mundo moderno, ocultos ambos tras la parafernalia del saber y del conocimiento; saber y conocimiento que invitan a sospechar la fragilidad extrema de una cultura incapaz de colmar las expectativas de felicidad de sus miembros, de contentar la naturaleza volitiva de los sujetos y la condición femenina de una parte de la especie, si no es ofreciendo bienes materiales que al final a nadie interesan, y no, como debiera ser, instando a integrar en la persona ese otro rostro menos racional del hombre y a sentir a la mujer como una semejante en cada una de las facetas de la vida. 3. El diálogo que la modernidad artística entabla con la modernidad histórica entre finales del siglo XVIII y las postrimerías del siglo XIX mediante la imagen de la mujer, entendida esta como recordatorio del trabajo que aún queda por hacer en pro de una identidad humana más amplia, rica y completa, y de la inclusión femenina en las conquistas cívicas modernas, acaba por conducir hasta un antinaturalismo con una orientación precisa: el distanciamiento de la realidad empírica, abandonada por ilusoria y contradictoria frente al artificio artístico y a la imaginación creativa. La intervención de esta última es ineludible en el ofrecimiento de un retrato más veras de la existencia, incluido el propio hombre, que se despoja en el plano artístico de la máscara que los tiempos modernos anteponen a su verdadero rostro. Bajo la óptica freudiana, la tendencia artística moderna rebosa significación porque destaca entre toda la estructura psíquica a la imaginación, que como actividad interior, en muchos casos indescifrable, conserva un alto grado de independencia respecto al principio de la realidad. Sus leyes de funcionamiento permiten sustraerse a las exigencias impuestas por el afán de dominio de la cultura moderna y guardar lealtad al principio del placer o, lo que es igual, a la organización subjetiva individual, previa a las necesidades de adaptación a la realidad. Como centro básico de reflexión sobre el presente, la imaginación preserva el recuerdo del pasado, o mejor, de lo que pudo ser pero que nunca fue, con vistas a la reconciliación futura del hombre con sus sueños de felicidad. Aunque esta tentativa de recuperación del ideario ilustrado puede equiparse a una utopía desde la apreciación del principio de la realidad, la imaginación insiste en que es posible, más todavía, en que debe ser real. Y lo es, desde el momento en que ella elabora un universo de percepción y compresión donde plasmarlo, en otras palabras y aplicado a este caso concreto, cuando el estereotipo artístico de la mujer se incorpora a la escena de la modernidad artística: tras ella se esconde la denuncia contra la organización de la realidad desde la lógica de la dominación moderna y, por lo tanto, una crítica contra el principio de actuación que preside su manera de instituir el principio de la realidad, es decir, contra la idiosincrasia misma de la modernidad histórica. Valiéndose de la mujer, la modernidad artística opone a esa represión institucionalizada la imagen primigenia del hombre como individuo libre que se acepta como lo que es, como criatura racional y natural; un individuo que, gracias a esa aceptación, es capaz de aceptar también a su semejante, con independencia de sus diferencias, en los beneficios que se desprenden de la implantación del programa revolucionario. Desde el despertar ilustrado de la conciencia de libertad e igualdad, no hay obra de arte que se precie que no se preocupe por la ausencia de ambos valores en la modernidad histórica. Pero la dimensión estética no puede contraatacar, como es obvio, las deliberaciones empíricas del principio de actuación por el que los centros modernos de poder añaden su componente represivo al principio de la realidad y por el que ser humano se siente cada vez más desgraciado, debido a que su campo de trabajo es sencillamente irreal. Esto implica que el arte, que la imaginación sobre la que reposa, es verdad que preserva su autonomía, pero lo es igualmente que al precio de verse privado de efectividad real. Ante la razón teórico-práctica que gobierna el mundo, la alternativa artística está de antemano condenada al fracaso. A lo largo de estas páginas ha querido demostrarse, sin embargo, todo lo contrario, que esa visión empobrecedora del arte es una consecuencia más de la sobrecarga racional del principio de actuación instituido. El estereotipo femenino que consagra la modernidad artística combate este sobrepeso gracias al sentido catártico aristotélico atribuido a la dimensión artística, sentido que se concreta en una doble función: oponer y reconciliar, en suma, purificar la existencia. Y la mujer es la artífice de esta labor purificadora y reconstructora de la existencia del hombre moderno.es
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dc.rightsAttribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0 Internacional*
dc.rights.urihttp://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/4.0/*
dc.titleLa mujer como metáfora artística de la crisis del racionalismoes
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dc.type.versioninfo:eu-repo/semantics/publishedVersiones
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dc.contributor.affiliationUniversidad de Sevilla. Departamento de Estética e Historia de la Filosofíaes
idus.format.extent515 p.es
dc.identifier.sisius6016605es

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